martes, 29 de noviembre de 2011

Hola, soy Caperucita.


Hola, soy Caperucita. La roja, sí. No por mis ideas políticas, no, que eso ya no se lleva, sino por la caperuza que un día me encasquetó mi madre y me quedó el nombre para la eternidad.

A mí no es que me moleste que me conozcan por Caperucita Roja, no. Lo que me molesta es abrir mi armario y no ver más que caperuzas de color rojo. ¡Con la de cosas chulas que hay en las tiendas! Me gustaría variar de color. Y de modelo. Incluso los diseñadores más avanzados diseñan preciosas caperuzas. Es un clásico para fondo de armario, ya se sabe. Pero yo… siempre el mismo modelo y el mismo color.
La verdad es que mi madre no estuvo muy acertada aquel famoso día al enviarme a casa de la abuela con la caperuza roja, sabiendo que el lobo merodeaba hambriento por el bosque. Podía haberme puesto algo verde o marrón, más de camuflaje, vamos, para que el lobo no me viera tan fácilmente, pues antes del famoso incidente yo tenía diferentes modelitos. Pero no, tuvo que ser la caperuza roja y ¡anda que no se veía de lejos en medio del bosque! Eso sí, recomendaciones todas las habidas y por haber: “Ve con cuidado, hijita. Mira que en el bosque hay un lobo que te puede comer…”. ¡Ja!

Es que mi madre es muy buena, como corresponde a toda madre que se precie, pero es de terca y mandona… Yo le dije que no quería ponerme la caperuza roja. Pero ni caso. Cuando se le mete algo en la cabeza, ya se puede hundir el mundo que ella se sale con la suya.

A lo que iba. Ese día me dispuse a llevarle la comida a la abuela con mi modelito rojo pues se hallaba enferma. Que esta es otra: digo yo que habría sido mejor que la abuela hubiera venido a nuestra casa, ¿no? Más práctico para todos. Pero no; ya se sabe, las abuelas suelen ser todavía más tercas y mandonas que las madres. Aunque a cariñosas no les gana nadie, eso sí. Siempre que voy me ha comprado algún pastelito o galletas de las que me gustan y deja que me hinche a chuches mientras me contempla con una expresión tan tierna que aunque no me apetezcan me las como para darle gusto.

Cuando me adentré en el bosque –sin cantar tralalí tralalá como van contando por ahí, sino mirando con cien ojos hacia todos lados para no pisar excrementos de animales o tropezar con alguna lata de refresco o hundir el pie en un hoyo excavado y cubierto con hojas por algún niño perverso- allí de lobo no había ni rastro. Así que me puse los auriculares del MP3 dispuesta a escuchar música. Pero de pronto, ¡zas, el lobo! “Caramba, tío, qué susto me has dado”, exclamé. El lobo se quedó un poco atónito al ver que no me ponía a chillar, pero la verdad es que el susto había dejado sin aliento y aunque hubiera querido no habría podido gritar. Entonces empezó a hacerse el machito para ligar conmigo, pero yo no estaba para coqueteos y le dije: “Oye, guapo, lárgate que voy con prisa. Tengo que llevar la comida a la abuela y he quedado con unas amigas. No me hagas perder tiempo”.

El lobo -¡pelmazo de bicho!- quiso acompañarme, cosa que no permití. Yo soy muy mía. Pero él insistió diciendo que quería ver a mi abuela pues le tenía mucho aprecio –¡el muy hipócrita!- y que nos reuniríamos en su casa.

Accedí para que me dejara en paz.

Cuenta la crónica que, cuando llegué, el lobo se había comido a la abuela y se había puesto su camisón para engañarme. ¿Habrase visto semejante memez? ¿Cómo no iba a reconocer al lobo, por muy disfrazado que fuera? ¿Se creen que soy idiota? Eso de: “Abuelita, ¡qué orejas tan grandes tienes! y demás estúpidos comentarios, juro por Tintín que jamás lo pronuncié. ¿Cómo no iba a darme cuenta de que aquel espantajo que estaba en la cama de mi abuela no era ella? Es que a veces a los cronistas les puede la imaginación y se pasan mogollón.


En cuanto vi al lobo disfrazado de abuela le dije: “Chaval, te las vas a cargar. ¿Qué has hecho con mi abuela?” El lobo fingió habérsela comido, pues es lo que creía que se esperaba de él. ¡Anda ya! ¡Como si mi abuela se hubiera dejado tan fácilmente! Se nota que no la conocía… El lobo tenía varios rasguños con restos de sangre y un buen chichón en la cabeza, o sea que, fuera lo que fuese lo que le hubiera hecho a la abuela, el lobo se había llevado su merecida parte. “Venga ya, dime dónde está que ya te he dicho que he quedado”.

El lobo, desconcertado ante el curso que habían tomado los acontecimientos, dijo con voz entrecortada que la había metido en el armario. “Como le hayas hecho daño te corto la cola a rodajitas como un chorizo”, le amenacé.

Abrí el armario y mi abuela salió tan campante, y al ver al lobo ataviado con su largo y antiguo camisón fue presa de un ataque de risa tan fuerte, pues, francamente, estaba de lo más ridículo, que creí que se moría allí mismo.

El lobo, avergonzado, huyó a toda prisa fuera del alcance de nuestra vista, aunque, para mayor humillación, se tropezó con un cazador que le andaba buscando. Pero el hombre no pudo dispararle pues se partía de risa con grandes carcajadas, provocadas por la visión del lobo disfrazado de ancianita a punto de acostarse.

Jamás volvió a verse lobo alguno en aquel bosque y, después de esta experiencia, la abuela decidió trasladarse a vivir a nuestra casa.

Pero yo he pasado a la Historia como Caperucita Roja, alias la Tontita, hasta que algún día me harte y me largue a París a renovar mi vestuario y olvidar este maldito incidente.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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