miércoles, 9 de marzo de 2011

Mis demonios

Un día  cualquiera, me asaltan de pronto todos mis demonios interiores. Se apoderan de mi cuerpo y de mi mente, de mis sentimientos y de mis emociones y me anulan por completo.
Todos los pecados capitales de mi infancia más algunos otros, no menos capitales, adquiridos con la edad.  La decepción.  La nostalgia. La insatisfacción. El desaliento. La incertidumbre. La indecisión. La frustración. El miedo. La desesperanza. La culpabilidad. El arrepentimiento.  La tristeza. La melancolía. La pena. La soledad. El vacío.
Mis demonios me chupan la sangre y roen mis huesos.   Vaya festín. Dejan mis venas vacías y la carne horadada. Se infiltran en mi cerebro y no dejan ni una célula. Me arrancan los ojos. Me tapan los oídos. Me cierran la boca. Me atan de manos y pies. Me oprimen el corazón y me atenazan la garganta. Me asfixian. Me paralizan. Ya no existo.
Hasta que, sin saber cómo, el azar o la voluntad me libra de ellos y poco a poco me va insuflando vida y me recompone. Llena mis venas de sangre y mis pulmones de oxígeno. Cura las heridas. Me desata.  Me crea de nuevo.
Entonces, cuando se ha obrado este milagro, es como si me hubieran vuelto del revés y dado un vapuleo para sacudir las telarañas y  quedo como nueva.
No hay que temer a los demonios interiores. Hay que vivirlos para regenerarse. Aunque hay que estar alerta para que ninguno de ellos se quede dentro de forma permanente.

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